jueves, 28 de noviembre de 2013

Los Simpson, un mundo de apocalípticos o integrados… un análisis del discurso desde la visión de Umberto Eco







A la manera de Umberto Eco en 1965 con el libro titulado Apocalípticos e Integrados, se muestra  la lupa reflexiva a los dibujos animados. Parecen decir más de una época y sus dóciles miembros, de lo que sospechamos. Cómo explicar  el ascenso del desenfadado, vulgar y más complejo Homero Simpson, sino acudiendo a quienes nos vemos retratados en ellos. Seguir el perfil del hombre simpsoniano en el percudido espejo de la caricatura 


La aparición de Los Simpson
 a finales de la década de los 80 es un acontecimiento extraordinario: es la primera vez en un lapso de casi treinta años en que los dibujos animados dejan de ser mero entretenimiento. Los Simpson (posteriormente Batman, con argumentos y personajes extraordinariamente perfilados y elaborados) representan el retorno a la caricatura pensante, pensada, ingeniosa, plena de sutilezas psicológicas. Southpark (una serie a la vez genial, aguda, descarada y majadera) es en cierta forma su complemento y conclusión evolutiva. Es, también, parte de la gran tradición de la caricatura sociológica que tuvo su mejor exponente en los años 70 con los dibujos de Disney: sobre todo en ese prototipo de la clase media norteamericana que es el pato Donald: el hombre solitario (permanente solterón –que nunca se casa con Daisy–, neurótico, vengativo, impaciente, bonachón y malicioso y, dentro de lo que cabe, capaz de culpa y arrepentimiento).
Hay quien objeta que Los Simpson son una serie ‘violenta’. Hay algo de verdad en ello.  Mil veces más violentas son las series que se explotan con el eslogan de Coca-cola o Sabritas. Los Simpson son una espléndida radiografía del hombre mediocre (Homero Simpson), la encarnación del sentido común (Marsh Simpson), la intelectualidad no pretenciosa (Lisa Simpson) y la torpeza, insensibilidad y medianía, en juego dialéctico con la inocencia, la amistad y la nobleza mínima (Bart Simpson). 

 Los Simpson son una serie educativa: nos hace comprendernos a nosotros mismos y nos sugiere caminos de encuentro. A veces, incluso, la serie aborda cuestiones extremadamente delicadas (por ejemplo: la tolerancia, la opinión pública y el Estado, los conflictos infantiles, las rivalidades laborales) y siempre tiene una salida brillante. Quien no perciba estos elementos no se ha enterado, llanamente, del contenido y se ha quedado con la forma. Pero retrocedamos un tanto hasta los años 40: hacia ‘la liebre milagrosa’ (así se le llamaba entonces) que era la primera versión de Bugs Bunny, como sucede con todos los dibujos animados los rasgos de entonces no son los de 7 años más tarde (cuando adquiere su forma clásica) y tampoco los de hoy (en los que se aprecia una pérdida acaso irreparable: hecho que explica que hoy día sea un personaje en trance de muerte). Es sintomático que todos los esfuerzos por revivirlo han sido inútiles: para revivir a un personaje también hay que resucitar a su pasado, a su tiempo. Como esto es imposible, todo personaje está condenado a perecer (quizá la única excepción es Batman que, más inteligente que Bugs Bunny, ha sabido evolucionar).

El prototipo de la sociedad norteamericana ha quedado vacante, con su decidido ingreso a la posmodernidad. Por ello, Los Simpson han tomado el relevo: pero con ello, quizá, se ha conquistado, un nuevo grado de realismo. Es el hombre posmoderno que ya no está dispuesto a la locuacidad, pero tampoco al fatalismo de los ya muy lejanos años 30. Vive la vida de cada día con cierta superficialidad pero también con un raro empuje vital. Casi parece haber renovado por entero sus convicciones (aligerándolas, haciéndolas más flexibles e ironizando sobre sí mismo). 

 Los Simpson representan esta capacidad recientemente conquistada por la sociedad americana (luego del desencanto que supuso la desaparición del sueño americano) de poder ironizar sobre sí misma. Abandonada la ingenuidad patriótica de los años 60 (ya contrastada entonces por otra naiveté: la comunista de la comunidad hippy); superada también la difícil cuesta de los años 70 y 80 (representada por un escepticismo político común a los marginados –entre quienes se incluyen los veteranos de Vietnam– y a la clase media), llega, finalmente un estilo de vida que no pretende más de lo que posee, como no sea un signo de madurez: la capacidad de burlarse de sí mismo. Y de paso, del prójimo. Sólo que esta vez, el prójimo también incluye coreanos, políticos, mexicanos, hindúes y toda suerte de razas, y etnias.

 Los Simpson nos ofrecen una visión integradora de la sociedad norteamericana. Al revés, por ejemplo, de Speedy González y su contorno: tremenda aunque casi desapercibida ironía (y a fuerza de ello inocua) en la que Norteamérica, la imperial, nos da su imagen de México –el «tercer mundo» tras el Río Bravo–, a través, por ejemplo, de cuervos y gatos haraganes acurrucados bajo sombreros de alas anchas. O bien, animales que representan a personas ambiciosas, sin escrúpulos ni ingenio suficiente para cristalizar sus pálidas ambiciones. Es notable que las caricaturas actuales estén catalizando un proceso de renormalización para el que no ha bastado el esfuerzo de los productores de cine o los productores discográficos: la aceptación de la comunidad latina en EU. En ella sin duda tomará parte Baby Bush –casado con una mexicana– pero en no menor medida el viaje de los Simpson por el norte de México, la especialidad de Homero en concursos de resistencia al chile más picante.



  





No hay comentarios:

Publicar un comentario